Si fuera centenario sería una auténtica leyenda, una de esas forjada a modo de poeta muerto, ahogado, aquel que se observa mientras disparata, aquel mismo que se esconde tras la frivolidad del disfraz, de la apariencia, de una voz sutil que te atraviesa las entretelas cuando la escuchas al otro lado del hilo.
La media leyenda que a uno le pertenece se extendió entre dos tierras que son una misma, haciéndole protagonista de una bipolarización mortífera, de una muestra real partida por el tiempo, que te enseña a vivir en dos planos diferentes, el de acá y el de allá, aquí mismo, sin salir del propio cuerpo, compartiendo la misma tierra, tan cercana y a la vez tan lejana, tan desconocida. Apenas unos kilómetros que separan los mundos de la austeridad y de la apariencia a modo de velo astral que difumina las heridas existentes, intentando mimetizarlas en el paisaje destruido, como intentando pasar inadvertidas.
Y entre todo ello uno mismo, divagando entre la realidad que lo envuelve y en la supuesta validad de la misma. En ocasiones todo se desvela, se revoluciona, se hace añicos, se muere. Es entonces cuando el sentimiento del desarraigo entra en escena, edulcorando el dolor, descafeinando la tensión que emerge, produciendo una explosión de formas, de nombres, de modas, de hábitos de la vida misma, del propio individuo, de una sociedad en pleno.
Brota un desangel y una culpa que no nos pertenece más por sentirla, aunque de largo, aunque de largo, ni por un asomo, seamos los verdaderos culpables.
A veces no son necesarias grandes párrafos ni hermosas palabras, para llegar a lo más hondo, lo más sincero.