Después del antidescubrimiento obtenido durante la jornada, me dí cuenta que no podía continuar perdiendo el tiempo. De la misma forma que tenía la certeza de que los sucesos no habían aumentado sino que sencillamente habían comenzado a ser visibles, tenía la certeza de que todas aquellas muertes repentinas, acaecidas con más o menos violencia, de alguna manera habían sido propiciadas de forma voluntaria por una fuerza que lejos de ser mayor o emparentar con el destino, estaban tan cerca del finado que éste era incapaz de sospechar de su peligro.
La primavera se había convertido, con sus idas y venidas, en un periodo espeso, que a modo de engrudo penetraba en nuestros cuerpos haciendo que un nudo intragable se apoderase de la entrada de nuestro estómago, exactamente en el punto final de la aguja del esternón, dando un leve paso al verdejo de turno, tomado de manera deliberada con la intención de liberar ideas o en su defecto, acusar el estado de sopor que ya sin él, veníamos viviendo.
Era tiempo ya de decidirse, de dejar la lectura de lado, pues había transformado el vicio en poco más que una excusa para continuar vageando. La pereza me había convertido en su esclavo y yo limpiaba mi conciencia bajo las páginas de algun libro.
Lejos estaba la historia de la perfumera, olvidada más que escondida en el dos punto cero. El editor no dejaba de enviar correos y yo, en un limbo inventado, descubriento entuertos, como si tuviera tiempo, como haciendo compañía al muerto.