Viernes de dolores, un viernes como otros tantos viernes y como otros tantos días. En ningún momento olvidé ni dejé de lado mi pequeña contribución a la doctrina impuesta esta semana.
No he desertado, todo lo tenía en la cabeza, dentro de esa materia gris efervescente que se alberga en ella, mas el dolor me venció, me impidió como en otras tantas ocasiones hacer uso corriente de mi vida. Resulta cuanto menos curioso, como el propio ser discierne entre la obligación y el placer, acotando, censurando sin piedad los anhelos de aquel a quien posee. El magnánimo dolor -y lo califico así porque en otros estadíos menos excelsos, es otra su temporalidad- desde hace meses autoarremete como si de un enemigo se tratara, sobre todas las neuronas transmisoras habidas y por haber dentro de mi, discapacitándome para mi propia vida, justamente en esa parte por la que todos deseamos estar aquí, aquella que implica cualquier actividad placentera, que recuerde el valor de estar vivo, la belleza de la vida, está muerta.
Ha fenecido exhausta tras una encarnizada lucha contra la crueldad del destino. Un sino que no acumula más que viernes de dolores y viacrucis que todavía recrudecen más esta maldita existencia.
Estoy cansada, muy cansada. Es viernes… desde hace mucho tiempo.