No es necesario vivir bajo las tinieblas de la depresión para desear la muerte, basta para ello, estar vivo y tener capacidad de desear, nada más.
La muerte acostumbra a venir de forma inesperada aunque casi siempre, en los momentos, quizá en un alarde de valentía o a lo mejor de chulería, que sé yo, se deja sentir, y permite al moribundo unos instantes para elegir a quien mirar o dirigir unas palabras.
La muerte no tiene rostro, quizá por ello se la ha representado de tantas formas, pero estas representaciones no son más que eso, imagenes o ideas totalmente subjetivas, ya que aquel que ve a la muerte cara a cara, no queda en disposición para describirla, aunque en su rostro, en su cuerpo, queda la huella irrefutable de su paso.
No siempre el paso de la muerte se relaciona de forma directa con lo inerte, muchas veces la muerte es un estado de desgana ante la vida frenado por el sino.
Desear la muerte es en ocasiones más muerte que el destino concluido. La muerte es la ausencia de ganas, de esperanza, la falta de sueños, de un supuesto futuro.
La muerte es un latido extinguido, en alguien que aún respirando, se siente en el olvido.
La muerte es querer y no ser querido, ver pasar la vida y quedarse parado, mirando, y sin destino.