Amaba su riguroso orden ante los acontecimientos de la vida: Toda su filosofía sobre el género masculino y el femenino; su pasión ante los lazos de sangre; su escrupulosidad en los relaciones humanas; su responsabilidad como hijo y aquellos giros de correos de doscientas pesetas cada mes a sus padres -no sé si como ayuda o para demostrar que todo iba bien lejos de casa-; su formalidad en los compromisos sociales – aquellas cartas de luto con borde negro para enviar condolencias en la distancia; su letra arrombada, picuda, casi gótica; sus libros de la escuela y aquel manuscrito de relatos excelentes “Sentimientos”
Su persona era un mundo y con su desaparición acabó ese mundo, mi mundo.