El amor y la muerte son dos conceptos muy relacionados en ese polvoriento viaje que es la vida.
A pesar de ello a la muerte no acabamos de aceptarla, de aquello de “Polvo eres y en polvo te convertirás” solamente hemos aceptado la primera parte y casi siempre somos tan idiotas que creemos que por no aceptar la segunda parte, no existe, no nos la encontraremos.
De vez en cuando, esa vida sabia que transitamos torpemente, es consciente de nuestra babia, y generosa, como solo lo es ella, nos da toques de atención, pequeños avisos que nos recuerden que somos poco más que un rodamiento de camino que en cualquier momento puede saltar al vacío. Nos avisa que todo es breve, nos da un empujoncito para trabajar las relaciones con nuestros semejantes, nos da un tirón de orejas para activar el amor con aquellos que tenemos siempre ahí, que nos acompañan toda la vida de forma desinteresada y que se convierten en invisibles. Hace falta como digo, un pequeño pellizco para recordarnos el dolor que supone su pérdida y agradecer en lo posible –que nunca es lo justo- la inmensidad de una entrega desinteresada, tanto que pasa delante de nuestros ojos sin ser vista, y solamente somos conscientes de la fragilidad del instante que es la vida, cuando ya todo vuelve a ser polvo.