La vida se empeña en abocar una contrariedad tras otra en esta cercana parte del universo.
Si bien las presencias estelares han vuelto a su lugar, allí en lo alto, una fuerza totalmente invisible pero tangible para algunos, sigue habitando en la proximidad. Es tal su poder que no hay maquinaria que consiga doblegarse. Los relojes marcan el tiempo con un ritmo propio, diferente a de los mortales que vivimos pendientes de los medidores del tiempo. Las brújulas se convierte en tiovivos minúsculos, que hacen viajar a sus agujas en un violento vaivén circular, que solamente se mitiga al alejarla del altar, sea éste, mundano o místico, religioso o pagano, divino o humano.
Y es que los altares, sobretodo los más chicos, los más íntimos, aquellos que no se muestran, que se veneran en el secreto absoluto, son los más poderosos, son los que acumulan más fe, esa convicción de que todo existe, lo visible y lo invisible; ese convencimiento de que todo se paga, en esta vida o en la siguiente; esa esperanza de que el objetivo se conseguirá, si no es mañana, otro día se verá; ese convencimiento absoluto de que sin esto no hay nada, no habría más.
Y se llega a estar tan habituado a ello, que todo pasa rápido a nuestro alrededor o dentro de nosotros, y sea por insensibilidad, sea por costumbre, nada nos inmuta.