El día se convirtió en un vaivén de ritmo cardíaco cuando de repente, sin darse cuenta, tras un leves crac, todo volvió a su lugar.
Las opiniones volvieron a compartirse y tomar partido por una dejó de ser delito -o pecado- según lo crea el susodicho.
Unos apuntaban a la benevolencia del género humano. Otros defendían, acérrimos, la existencia del mal en algunos individuos.
La maga sabía de lo que hablaba, aunque no era su formación la que la había llevado a esas, ciertas conclusiones.
Hacía relativamente poco tiempo que la maga, había constatado la certeza de la existencia del mal, y con ello, el ser humano impregnado de tal característica.
Hacía pocos meses que, en vivo y en riguroso directo, personal y en primera persona, un detalle observado movió sus cimientos.
Ver a una cuidadora de raza escupir la ceniza sobre el rostro de un enfermo – visto en ese momento como un mayor, cuando lo cierto es que era un condenado a muerte- disparó todas sus alarmas, aunque debido a todo lo circundante debía guardar silencio.
Como siempre, se sintió culpable, de nuevo, lanzó un crudo reproche sobre su imaginación, como penitencia, el silencio.
Nada como la enfermedad o la vejez para ocultar un deceso.
A los diez días, estaba muerto.