Todavía guardo en algún rincón de la buhardilla de mi casa, uno de los bocetos que hace más de treinta años, dibujé para conmemorar el 8 de marzo. Entonces esa fecha era conocida de unos pocos. Aquel dibujo mostraba una mujer que salía de una jaula y durante muchos años, estuvo en el imaginario de mi barrio, pues fue uno de los primeros grafitis -consentidos, eso sí- que decoraron las paredes del instituto.
Recuerdo aquel día con más nitidez que el día de ayer, donde ya desencantada de la vida en general y de esta lucha en particular, vivía con especial emoción, con esa que solo se siente durante la juventud, cuando todavía la vida no te ha enseñado nada, y uno ingenuo, cree que ya lo sabe todo.
Las manos llenas de pintura: blanca, para el fondo; negra, para los barrotes de la jaula y morado, mucho morado, para pintar el cuerpo de una mujer a medio camino entre la representación de la Tercera persona y Campanilla, después del cuento. Muy épico, totalmente minimalista, pero épico. La gente nos miraba, criticaban a nuestras espaldas y ante nuestros oídos, el tiempo perdido en los institutos, el malbaratamiento de los materiales, la suciedad impartida a golpe de brochazo…
Y es que todo eso entonces era la normalidad, la lucha no existía, recién empezaba, las mujeres atendían a sus roles costumbristas bajo la protección del varón, y todas aquellas que decidían no seguir la costumbre, se convertían en poco más que un despojo social. Ser emprendedora no tenía premio, al contrario. Hoy por lo menos, aunque todo parece estancado, retrocedido incluso para algunas, somos más conscientes de la lucha, ya nadie piensa en la pérdida de tiempo de cuatro estudiantas al uso, sino en lo mucho que todavía, pese a lo conseguido, queda por hacer, más allá de las mujeres.