Tal día como hoy, hace ya muchos años, se encontraba placentera, lejos de juegos lingüísticos que conducen a conductas histéricas, dentro del útero materno.
Faltaban todavía muchas lunas para que, pasadas ya las calores estivales, decidiera abandonar aquel vientre placentero, remanso de paz y cariño, lugar en el que parecía habitar un niño, la Maga.
En el momento de ver la luz, todo cambió, se deshizo la paz, no era un chico. Su padre, desmayado, su madre con lágrimas en los ojos, sintiéndose culpable de haber engendrado una hembrita, estaba convencida de que había decepcionado a su esposo…. No, no, y no.
Eso no funciona así. La madre estaba feliz con su niña, como todas las madres, supongo -incluso yo, con mi sangre de nabo habitual, me sentía especialmente dichosa, maravillada de la vida, con mi hija, cuando la tuve entre mis brazos por primera vez. Pero como digo, el tema no es ese. La verdadera cuestión era que la Maga, el deseado bebé, absorbió, no sé cómo ni de que manera, aquella decepción que había en la casa. De manera totalmente inconsciente, idolatraba al padre y daba por hecho el lugar consorte de la madre. Sentía que era un chico. Cuando llegó el momento, empezó a pedir juguetes de chico: pistolas, cartucheras, un caballo…
Al crecer, vestía los tejanos de su padre, jugaba a las canicas con los chicos de la calle, pululaba por las canchas de fútbol soñando ser Maradona, que acababa de llegar a la ciudad, iba a las carreras clandestinas de coches bajo los puentes de la autovía… pero era una mujer y desgraciadamente para ella, nunca se lo perdonó.