Cuando la poesía lo invade todo me siento inepta. Me cuesta entender porque si mi única intención en este momento y desde hace tiempo -aunque debo de reconocer que en un principio no fue así- es contar historias, explicar incidentes o incluso expresar alguna que otra emoción, sin más intención que el posible entretenimiento de aquellos que puedan leerlo y eso sí, con la ilusión, de la misma que uno juega a la lotería esperando ser agraciado con un premio, que algún lector decida comentarme o cuanto menos regalarme, alguna que otra estrellita, a modo de «me gusta».
Tengo que aclarar que mis inicios con la escritura no fueron estos altruistas que ahora me mueven y tampoco entonces, buscaba la gloria ni la inmortalidad a través de mi cuentos. Todo comenzó como un ejercicio de puro egoísmo, con una buena dosis de egocentrismo y otro tanto de soberbia: quería evacuar de mis adentros todos mis venenos, todo aquello que amenazaba mi integridad, que maltrataba mi ego. No pensaba en ningún momento de dañar colateralmente a ningún semejante, pues mis escritos no salían de la intimidad de mi diario o de las páginas de mis cuadernos.
Creo que fue, con la madurez propia que van dando los años -eso si, con gran retraso- que me di cuenta que quizá, solo quizá, sería bueno compartir todo aquello: los cuentos como divertimento y los pensamientos como apoyo a todos aquellos que en un determinado instante, se sintieron como yo en ese momento.
Más adelante descubrí que mi oenegé creativa tendría de seguro poco éxito -uno de los avances me lo sugirió el éxodo desde Terra hasta otros derroteros, dejando atrás mucho compartido con otros tantos como uno, amantes del bloggeo.
Al tiempo que pasa, un día se le añaden novedades que de nuevo te desmontan el chamizo. Posiblemente no hablamos de lo mismo, aun utilizando el mismo idioma ni tan siquiera estamos condenados a no entenderlos, sino a la peor afrenta a la especie humana, a la que ellos, como dioses de su paraíso particular, condenan al burgo, a la incomunicación, al averno de la pobreza, de la sencillez o la simpleza, negando la inmortalidad de su legado. Aparecen unos cuantos, que en pro de la inmortalidad de la poesía -que no del verso- te instigan a reconocer que no sientes, que no escribes, que no vives, que estás muerto.