
Siguiendo un poco el hilo de mi última intervención, pienso en las sensaciones que algunos lugares nos producen.
Aunque soy persona de mar -no de barca ni de yate- sino de agua salada, de aquellas que dejan su mirada fija en el mar hasta que la emoción consigue aflorar las lágrimas si el momento, por su intimidad, lo permite. Ansío el día en que de nuevo las orillas sean libres de ser andadas, sentir otra vez el salitre en la piel, ese que el viajero, o uno mismo cuando viaja al interior, nota al acercarse, cuando aun faltan muchos kilómetros y el olor salado se hace presente en sus sentidos. Cuando se vive muy cerca del mar, uno se habitúa al salitre, al sol y a la arena, o quizas sería mñas correcto decir que uno forma parte de ello o alomejor todo forma parte de uno, si, creo que es exactamtente eso.
Soy mar, soy sol, soy sal, soy vida, soy yo.
Aunque soy persona de costa, en ocasiones siento la necesidad de evadirme y subir a las alturas, sin perderlo de vista, me oxigeno mientras lo observo desde lo alto.
Y en la cercanía, no hay alto como la ermita de Santa Bárbara, por encima del castillo de Escornalbou, donde vivió el Señor Toda, amigo de Gaudí.
No se me fue la cabeza, bueno sí.
El encierro tiene eso. Y no por la clausura. Es por la ausencia de libertad, eso es lo que te lleva y te trae, pensar y pensar para no salir de la propia cabeza y recurrir a rememorar escapadas a modo meditación, que te transporta a planos totalmente mágicos, como aquello que se siente allí arriba, donde se dice que habitan brujas y duendes, que si cierras los ojos, puedes notar como se acercan y te rozan y si te duermes, se llevan tu alma prestada para devolvértela alada y descansada.
Será por eso que al subir, mientras algunos se fatigan por los senderos, yo noto como mi capacidad pulmonar crece, oxigenando rápido mis tejidos que se regeneran, preparándose para la bajada, para el reencuentro con la cotidianidad, con la vida, con esa vida que te lleva solo a la muerte.