Era hoy o dejarlo para el próximo año. Quizá en otro momento de la vida no hubiese sido importante la decisión, pero después de todo lo pasado en estos meses, siento que no hay que dejar nada por hacer, porque quizá no hay una próxima ocasión.
Han pasado cuarenta y cuatro años, desde que un día como hoy, veintisiete de mayo, dije adiós a alguien muy importante que tuvo prisa por marcharse, lo hizo muy pronto. No me dio la impresión de que quisiera marchar y quizá por ello se resistía a entrar en aquel mausoleo vetusto y frío de Montjuich. Su hermana y yo nos agarrábamos del brazo, pese al sol de justicia presente en lo alto, sentimos frío, mucho frío.
San Agustín de Canterbury vino a acompañarlo en su penúltimo viaje. Casi a la rastra, aunque le dio un instante, ese en que las dos sentimos mucho más frío y lo vimos alejarse rumbo a la puerta del paraíso y a su paso el azul se ennegrecía a la vez que el sol se apagaba en pleno zenit.
Tubo que irse, todo lo importante, lo tenía hecho.