Todo no va a ser virus. Hubo y habrá más vida antes y después y también más enfermedades.
Menos mal que una tiene todavía los recuerdos de lo vivido y puede entretenerse cuando se cansa de tele y de jugar con el móvil.
Es verdad que no puedo quejarme de mi salud para la edad que tengo, tengo una cuñada que ya ni me conoce, aunque desde que no tiene memoria, hace bastante mejor cara, a veces pienso que su vida había sido tan diferente a lo que ella había pensado que sería, que su cabeza un día se estropeó de la rabia y fue olvidando todo. A veces se me pasa por la cabeza que su memoria, en un acto de protesta, de rebeldía ante la misma vida, decidió empezar una huelga.
La recuerdo joven, cuando mi marido me la presentó el mismo día de nuestra boda, soltera, sin novio y con más de veinte años a principios de los sesenta. No me pareció raro a pesar de los tiempos, yo misma tenía una hermana que andaba por ahí sola desde hacía varios años, sirviendo en casas de las buenas, y era dos años mayor que yo. Mi suegra se refería a ella como mi hija la mocita; el resto de la gente, la conocían como la solterona.
La gente decía de ella que era tan dominante y tan esquiva que no había hombre que se le pudiera acercar. Hasta que un día se le acercó uno, se casó en nada, le hizo seis barrigas y, con los niños todavía chicos, la abandonó.
Mi cuñada no necesitó ayuda de nadie: cosió para la calle y fregó portales para sacar adelante a sus hijos. Mis sobrinos mayores al salir de la escuela estudiaron oposiciones y se colocaron ayudando en la casa tanto que, los tres pequeños pudieron hacer carrera: las chicas de maestras y el chico estudió para perito. Todos colocados y ganándose la vida hasta que un día, el mayor y más querido se metió en la droga y se convirtió en un desastre humano, y hasta casi lo echan del trabajo.
Un buen día volvió el marido del paseo, que había durado veinticinco años y ella, la muy responsable (idiota diría yo) lo acogió en casa pues era su marido y el padre de sus hijos. La relación de cara a la familia parecía perfecta pero mi cuñada seguía teniendo esos ojos negros y tristes de siempre, quizá hasta más, fíjense lo que les digo.
Yo tenía confianza con una vecina de ellos y ésta me explicó que cuando estaban los dos en casa todo eran gritos, que el marido le reprochaba y la culpaba del estado de su hijo, del que se había metido en la droga.
Mi cuñada se arreglaba, se cosía vestidos bonitos ahora que ya tenía más tiempo, pero a pesar de eso y de tener una buena figura pese a haber parido seis veces, no lucía bien, su mirada oscura y triste ganaba todas las atenciones.
Un día nos llamó el cuñado y nos dijo que a su mujer se le empezaban a olvidar las cosas. No le hicimos caso, no lo creíamos, no nos daba confianza. Nos dijo que la había llevado al médico y que le habían hecho muchas pruebas, que la habían derivado a varios especialistas. Todos coincidieron: Alzheimer.
A partir de entonces mi cuñado la cuidó por el presente, por el futuro y por todos los años que estuvo ausente.
Dentro de nuestra preocupación nos sorprendió gratamente. Y nos entristeció ver que sus hijos, todos emancipados, desde la vuelta de su padre no visitaban a su madre, ni siquiera al conocer su enfermedad. El rechazo a su padre que los había abandonado era más grande que todo el amor que habían recibido de su madre, que se había dejado la vida para sacarlos adelante.
Y es que yo creo que mi cuñada, aunque los quisiera, no les transmitió amor sino la amargura que ella tenía en su alma.
La enfermedad parece como un premio para ella, sonríe con su boca pintada de rojo y sus ojos negros brillan bajo sus largas pestañas todavía oscuras, ajena a toda aquella dura vida que le tocó vivir.
El cuñado solícito, no sé si vivirá años suficientes para enmendar el daño sin arreglo que produjo en su propia familia, no sé si su conciencia le dejará tranquilo ni siquiera, después de muerto.
Otro día explicaré lo que iba a contar…
