Aunque el tiempo pasa y el conocimiento de los otros avanza, tengo la total certeza de que la sapiencia mutua es brutalmente sesgada y que si, se trata de un individuo clasificado fuera de la normalidad marcial, esta sabiduría pierde peso material en proporción a un conocimiento inmensurable y complejo y a la vez más real, aunque no visible.
Dentro de la visibilidad humana algunos no van más allá de lo percibido con los ojos del cuerpo y ni tan siquiera llegan a percibir un mísero deseo en cuerpo propio -he ahí una auténtica piedra de toque para el pequeño gran psicópata, ése escurridizo individuo que se quedó con pata y sin sique, seguramente para evitar disgustos, para no reconocer en la vida más que los caminos hedonistas, perdiéndose sin ni tan siquiera ser consciente y riéndose con menosprecio que todo aquel que transita por otros caminos más austeros.
Después todo, la totalidad del todo no son más que meras opiniones, más o menos refrendadas pero no por ello menos ciertas. La verdad más cierta es la que habita dentro de nosotros, esa que generalmente no acostumbramos a compartir, esa que guardamos como el más preciado de los tesoros o quizá como el más capital de los pecados, esa que no sale de nuestra boca, generalmente distinta a la percepción que los ajenos tienen de nosotros.
Nadie sabe lo que sabe el otro, nadie, ni tan siquiera uno mismo. Cualquier partícula queda siempre contaminada, nunca es la misma, nunca se ve igual.
Algunos viven inmersos en el estímulo metálico y picante del clavel escondidos tras los perfumes que transpiran, como hijos perfectos de su lugar de procedencia, aunque en ocasiones, ni ellos mismos lo saben.
Nadie sabe quienes somos, que sentimos, lo que sabemos, lo que podemos llegar a pensar o soñar. Nadie, solo tu.
