Soy una persona rota por el dolor.
Ni tan siquiera en la adolescencia cuando uno se siente invencible llegué a anotar esa sensación. Entonces el dolor físico era menos evidente, como como otros muchos pensé que estaba a salvo de él. Esa espalda que desde muy pronto empezó a desintegrarse no era más que el reflejo de algo mucho más interno que dentro de mí se desprendía, dejando en mi ser un vacío tan grande que me impedía sentir. Con el tiempo, más para mal que para bien, esa insensibilidad me impidió disfrutar de los pequeños placeres a los que de tanto en tanto te invita la existencia.
El tiempo hace que todo se desgaste y vaya a peor, de manera proporcionalmente inversa, la conciencia se hace eco de todo aquello que te hace daño y deja de lado cualquier indicio de felicidad. La realidad se vuelve tan calma, que se asemeja a un encefalograma plano, esos que te avisan que de todo ha terminado, aunque no es más qué una macabra ilusión: ahora empieza el vasto imperio del dolor, el páramo se convierte en el paisaje de tu vida en la noche oscura sin luna, no es más que un sueño qué augura un negro futuro.
