¡Cuan mala es la Navidad!, Cada año, como es su costumbre, se presenta en la puerta de casa y decide entrar sin ni siquiera pedir permiso. Llega grosera, demandando sin consideración la dilapidación de caudales, obligándote a disponer a toda costa de liquidez para hacer frente al despilfarro, controlando finamente las campañas publicitarias para captar adeptos en todas las franjas. Le importa bien poco si uno lleva dos años trabajando a medias, si el virus te ha dejado secuela o si ha sufrido alguna pérdida.
Se empeña por activa y por pasiva en fomentar conductas de acercamiento, de concordia y de amor, importándole un pimiento si uno desea desconfinar a su persona o si no tiene gana.
Entre copa de cava y Almax, uno empieza a cuestionarse cuales son en realidad las cosas importantes, recordando entonces que la mal vista materialidad hace tiempo que pasó de largo, porque a uno le queda poco más que una casa fría donde habitar (el que todavía la tiene). La nausea empieza a progresar adecuadamente en el tracto superior del digestivo cuando uno empieza a entremezclar la conducta con la reprimenda mental, esa que te acusa duramente de tu falta de honestidad, del grado de hipocresía que uno se gasta, casi tan grande como el turrón que te regaló la vecina, que después de sacarlo de la estantería, te lo lleva envuelto de regalo y para tu sorpresa está ya caducado.
Todo aquello no tangible, como por arte de magia, toma relevancia. Y llegan los buenos deseos, al modo de «yo también te quiero», y las felicitaciones de contactos que ni recuerdas cuando tuviste con ellos trato. Y la tarjeta arde, rogando a San Pancracio que obre un milagro. Y las comilonas siguen, aunque todavía Noel no ha llegado. Y lo esperamos ya empachados, comiendo, bebiendo y abrazando como si mañana no estuviéramos respirando.
Y digo yo, ¿no deberíamos todos los días vivir como si no hubiera más vida?

John Lennon (1940 – 1980)