Estar aquí y ahora es como un carnaval donde uno por un tiempo más o menos dilatado se aventura a ser otra persona que oscila entre la persona que quiere ser y aquella persona que uno es, aunque con la evidente duda sobre si realmente uno es aquella persona que cree ser y si la persona que anhela ser no es realmente la que ya es.
Por momentos uno tiene la lucidez de interseccionar ambas personas, toma conciencia que a ambos lados de su ser habitan los mismos miedos, las mismas creencias, el mismo amor, el mismo dolor. Incluso, en esa desesperación surgida ante el atisbo de antipronóstico, brota una sonrisa inconsciente y relajada, que no es más que la expresión de la serenidad que produce el pensar que quizá no se está tan dividido, tan roto.
Como en otros escenarios, se acaba por pensar que no es más que un efecto momentáneo que nos atrapa, que nos sume en un episodio ocasional, presentado y dirigido por alguna emoción básica desbocada, ansiosa de conquistar la superficie, de respirar, de tomar posesión del individuo hasta que nuevamente, siguiendo la propiedad cíclica de la vida, surja una nueva tras un periodo de paz que amortigua las constantes con único fin de alargar la existencia, actuando esta paz, como un mecanismo de defensa más, como las propias emociones en cualquier grado de presentación, aunque mucho más cercano de las equilibradas, de las planas, de aquellas donde cualquier prueba ama quedaría incrustrada en una banda ancha completamente plana.
Dicho esto, ¿Se debería entender que la vida está escondida bajo el valor de su propia ausencia?
