Lo prometido es deuda. Le dije a Mechas que le haría alguna confesión y hoy, como estoy de buena disposición a causa de la Eurocopa, me siento Flex y lo haré presto.
Tengo ya muchos años y algo he visto ya en esta vida, y sobre todo, por una razón u otra, he visto a muchos llegar y a otros tantos irse. Aunque de las idas y venidas varias que tiene esta vida, me voy a concentrar en los movimientos únicos, aquellos que solo pasan una vez en la vida de cada persona, en la primera entrada -vamos, aquello que llaman nacer- y el la última salida -aquella que nadie quiere hacer, la de morirse, vaya-
En este mundo tan megaperfecto que hemos conseguido en estos últimos años y en el cual parece no tener espacio nada que no sea escultural, joven y bello, nos estamos acercando tanto al límite que pareciera que ese afán por vivir más y mejor se está volviendo en contra nuestra y paradógicamente nos está destruyendo.
Cada poco conocemos enfermedades nuevas, raras, síndromes de toda clase, que no hacen más que debilitar al ser humano, no sólo a la persona que los padece sino también a sus familias y gente cercana.
Algunos culpabilizan, dependiendo del mal que nos refiera, al tabaco, al alcohol, a las malas costumbres o a este contaminado mundo que habitamos y todos, sin excepción, conocemos casos que se salen de la norma.
Como decía antes, entre tantas idas y venidas acontecidas, creo que en la mayoría de los casos es justo ahí, en ese punto donde hay una gran clave de todo ello: se trata del crecimiento de la estancia, la vida se está alargando tanto, que no hay organismo que lo aguante. Recuerdo que cuando yo era una niña y vivía en mi pueblo natal, rodeada de campos de olivos, en plena Campiña Cordobesa, siempre sonaban las campanas de la iglesia para avisar que alguien agonizaba y moría. Entonces no iba la gente a las residencias, pero no era por eso que muchos dicen de que los viejos estorban, era sencillamente que uno, cuando tenía unos años, no iba a trabajar al campo porque se ponía malo y se quedaba en cama, a los pocos días, iba y se moría. Recuerdo que cuando murió mi abuelo con ochenta años, todos comentaban: “Hay que ver lo que ha durado José María, ochenta años, que barbaridad” A mí no me parecía mucho, porque era mi abuelo, el segundo hombre más guapo del mundo, después de mi padre, claro está, pero la gente moría mucho más joven, no hace falta más que pasear un rato por el camposanto y mirar las tumbas antiguas para comprobarlo.
La clave está ahí. Duramos tanto que el cuerpo acusa el desgaste, física y mentalmente, y por mucho que muchos se inflen a botox -semejándose cada día más a un pez globo que a un humano- o estirándose tanto la piel – que llegamos a confundir el ombligo con un lunar en el cuello- por dentro, cada día que pasa no va atacando la carcoma, las humedades y las obstrucciones de tuberías, hasta que un día, uno va y se muere, -como los de mi pueblo cuando yo era chica, pero mucho más estirados, nada más.
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