Creo que esta vez no lo haré mal. De hecho, tengo una convención firme de que no soy el causante de todos los infiernos que se han incendiado próximos a mi persona, ni tan siquiera, de aquellos que lograron en alguna ocasión, herirme, ya fuese por dentro o por fuera, y que además, hoy por hoy, siento que estoy –exceptuando alguna pequeña tara- totalmente recuperado.
Nadie más que yo, y solo yo, ha sido testigo de todo aquello que he vivido.
De todo lo que yo viví cuando era chico, desde el mismo día en que nací varón y mi madre pagó en mi pequeño corazón, toda la insatisfacción que a ella le pareció culpa mía. No sentí su amor. De hecho, ninguno de mis hermanos lo sintieron, quizá los más chicos, pero de eso yo no fui testigo, con lo que, tal cual la vida me enseñó, no puedo dar fe ni tampoco opinión.
Sobre mí fue tal su indiferencia – sentir eso es mucho más duro que sentirse objetivo de odio o desamor, y es que la opción de sentirse uno diana de la indiferencia, no existe, no existes- es la peor de las vejaciones porque dejas de sentirte, y lo poco que queda de uno mismo, no es más que unas ganas tremendas de autodestruirse, de borrarse del todo de la vida.
Lo que debía ser mi vida era un precipicio en tierra sobresísmica.
En uno de mis –bueno, en uno de los lances en los que no fui más que un mero balón, llegué a parar a casa de mi viejita. Ella remendó mis heridas pero no las curó, las cicatrices eran demasiado hondas y pese a su dedicación y su cariño, pudo más o menos que, convertirme en alguien autosuficiente, capaz.
Pero, ¿capaz de qué? Todo el daño continuaba aquí, dentro de mi y yo, aunque parecía que todo estaba bien y yo estaba convencido que era así, estaba equivocado, pero nunca lo he reconocido, hasta hoy. Yo me había convertido o, bueno, era, soy, era, si, era, en una persona sin términos medios, de blancos o de negros, alguien que validaba todo aquello que era capaz de hacer o de entender y que repudiaba todo lo que no estuviese dentro de mis posibilidades.
Era, ya no sé si soy, porque aveces dudo, un truhán con apariencia de eunuco, amante de las situaciones extremas, de los desafíos más descabellados, un quijote en busca de quimeras peligrosas y excitantes, para satisfacer todas mis carencias.
Y en esta búsqueda peligrosa, llegó ella, aquella que no fue más que otra demostración gratuita de mi respuesta a frustraciones y carencias no reconocidas –de hecho, si esto no fuese así, lanzado al aire virtual, no osaría reconocerlo, pero, bueno…
Al principio, en un episodio de valentía creí tapar el sol con un dedo, me hice dueño de su vida e inventé una mía. Durante un tiempo aguanté el tipo, no queriendo reconocer ni tan siquiera yo mismo, que no era verdad todo aquello que se veía. No quería romper esa perfección, o mejor dicho, no quería reconocer su inexistencia.
En aquel precipicio que en realidad continuaba siendo mi vida, salté al vacío y reboté a la altura, como si mis pies fueran provistos de un imaginario muelle gigante que me impulsaba de nuevo hacia aquella vida que había creado, que como si fuese la mía, me había enredado, me había enraizado, se había convertido, sin yo darme cuenta en aquel momento, en mi vida.
Así, entre episodios de idílico cielo y tortuoso infierno, sin términos medios como siempre, pasaron muchos años hasta que un día, por fin, sin engañarme más, – otra vez engañándome, aunque eso sí, yo en mis trece de perfección absoluta ante la galería.
Mi tortuosa – llamemos a las cosas por su nombre- existencia- ha tenido episodios puntuales que han pasado desapercibidos ante mis ojos, pero que, han provocado que poco a poco, algo me lanzara a tocar fondo por última vez y relanzarme con una fuerza desconocida.
No sabría como explicarlo, pero he descubierto valores importantes que desconocía.
He tejido relaciones más fuertes que las de la propia sangre y sin darme cuenta, me siento curado. Alguna vez, en mis silencios, la duda me asalta. Pero no es a costa de las personas que me rodean, aunque ellas, en su afán de que recobre mi existencia, me dan lecciones de valor que jamás he ni hubiera aceptado de nadie.
He descubierto la confianza, la sinceridad, en amor en estado puro, ese que no se compra ni se vende, ese que se da y se recibe, el que está por encima de lo establecido, ese que no solo es para la pareja sino también para el hermano, para el amigo, ese que te enriquece, que te hace fuerte, que es cómplice pero no complaciente, ese que te hace tan grande, que te hace libre.
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