Cuando expliqué a mi mamá que las amigas me pedían cada viernes la bendición – que yo hago efectiva mediante el salmo noventa y uno- , se puso muy contenta.
A pesar de la felicidad que yo sentía por la deferencia ante mi de las chicas y por el júbilo de mi madre, algo me consternó: Entendía que mi madre, mujer de Dios como yo, como todos los de mi familia, sintiera emoción y satisfacción al ver como yo, su hija mayor, ponía en práctica todas las enseñanzas de Nuestro Señor, pero no acababa de comprender como aceptaba todo esto con tanta naturalidad. Yo le pregunté y me recordó algo que ocurrió allá en Bolivia hace un tiempo.
Una noche en la que dormía sola en casa con mis pequeños –mi marido trabajaba de noche en aquellos tiempos- sentí que no dormía, viví que no conciliaba el sueño. En ese aparente insomnio –porque la verdad es que no sabría decir con toda certeza lo que esa noche pasó allí- vi un resplandor excelso que atravesó el hueco de mi ventana, depositando su fuerza etérea bajo mi lecho, comenzando éste a separarse del suelo hasta una altura como la de un hombre. Era extraño. Yo no sentía más miedo que el de ver la distancia que me separaba de mis hijos, que dormían plácidamente en sus camitas pues veía que me alejaba de ellos sin saber si podría regresar. No recuerdo como bajé, solamente que a la mañana siguiente, mi cama se encontraba donde siempre y yo, me sentía especialmente bien.
Otra de las cosas que mi mamá me recordó fue lo ocurrido durante la visita de un pastor ecuatoriano a nuestra iglesia.
Durante un culto dominical, nuestro pastor nos invitó con especial interés a asistir el domingo siguiente. Los feligreses nos mirábamos con curiosidad ante las palabras del pastor ya que todos los presentes éramos constantes y no acostumbrábamos a fallar. Pronto nos sacó de la duda que debió adivinar en nuestros rostros. Nos participó que el siguiente domingo nos acompañaría un reconocido pastor ecuatoriano, y la mayoría, conocedores de la obra y milagros de éste, entramos a partir de ese momento, en un estado de júbilo permanente hasta llegado el momento de conocerlo.
Pese a la emoción que llenaba nuestros corazones, la semana transcurrió como más lenta de lo que corresponde, hasta que al final, como en un ¡ai! Llegó el momento.
Bien temprano nos levantamos para dejar todas nuestras haciendas hechas y tomar un baño antes de vestirnos con nuestros mejores trajes. Si que es verdad que todos los domingos hacíamos lo mismo, pero en ese, había una especial emoción que removía nuestro interior. Una particular emoción se había apoderado de nosotros.
Mi madre estaba deseosa de que aquel hombre pusiera sus santas manos en nosotros para hacernos partícipes de los parabienes del Dios todopoderoso.
Una vez en la iglesia, el culto transcurrió con normalidad. Bueno, con toda la normalidad que puede haber cuando uno tiene ante si a alguien tan cercano a Dios. El espacio había conseguido teñirse de un brillo divino. La cabeza del pastor brillaba, emitiendo una luz que nada tenía que ver con cualquiera de las conocidas hasta ahora. Era la luz del todopoderoso la que irradiaba su persona iluminando la iglesia. Yo sentía una particular emoción que hacía brotar mis lágrimas en respuesta al gozo que sentía y que me hacía rebosar en forma de llanto toda aquella emoción que me sobrepasaba no cabiendo en mí.
Ya casi al final del culto, el pastor nos invitó a compartir su gracia. Enseguida se formó una fila y de uno en uno él imponía sus manos santas para transmitir su favor. Esperábamos en silencio, emocionados.
Cuando me llegó el turno, aquel hombre santo me miró a los ojos y me dijo: “A ti no puedo darte nada, tu ya eres poseedora del don divino. ¡Ve y transmítelo!
Entonces lo entendí todo. Claro, todo lo que es entendible.